“Sólo alborea el día para el cual estamos despiertos”. Walden, or Life in the Woods, H.D.Thoreau.
Todo se justifica por la belleza
embriagadora del episodio, una oda sublime a la palma tibia, los dedos suaves y
el contacto furtivo; una lección sobre la ternura, la comprensión y la
frustración, la fidelidad y el paso del tiempo, el resplandor de antiguas primaveras
floridas, las calles del barrio y la penumbra del cuarto, los largos silencios
y la espera. Vuelven las grandes obsesiones: el amor imposible y las relaciones
incompletas. La lentitud de los movimientos, los gestos repetidos y el tupido velo
del humo del cigarrillo, se complementan en una erótica sublime que transmite
el éxtasis discreto, lejano, ausente, prohibido. Ambos se expanden en la
memoria y la imaginación, ella, aceptando tristemente el debilitamiento de su
belleza, la desaparición de los días de
las penas ligeras, la pérdida de lo real, y él, brindándole el mejor homenaje
que puede dar y ella lo sabe. Lo sabe, y es tocada por lo que ninguna de las
palabras de sus innumerables amantes pudo tocarla alguna vez. Como en el
arrobamiento erótico, la mano carga la dimensión simbólica del amor. Esa
extremidad acariciante en cuyo interior está escrita la vida, peregrina un sexo
sin sexo, haciendo de aquel tímido contacto el recuerdo fundamental que el
tiempo no consume. El hombre, marcado por el placer, sabe que regresará, una y
otra vez a la mujer que no le niega el disfrute. La mujer, experta en ubicar
las suavidades donde éstas son útiles, trasvasará el horizonte limitado de lo
decoroso para que, a través de la breve imposición de una carne contra otra, la
última inocencia pervertida del aprendiz de brujo florezca en una masculinidad atrapada.
La vida será feliz a condición de no reincidir en la caricia. Como todo amor
romántico, éste se articula a través de distancias, de bisbiseos, de gestos.
Sin piel. El final es predecible, el miedo de perderla, la vigilia por su
regreso arrebujado en los cuartos equivocados, conciente de que ya ni en su
recuerdo queda lo rebelde de la caricia incitada. Una delicadeza agria, donde
el amontonamiento presta el paisaje más atinado para las confesiones, las
miradas, las confidencias y el secreto. En esa intimidad intranquila e
impersonal de los conventillos callan largos párrafos diciéndose la duda, el
tedio, el miedo, o se demoran en dilaciones fatales donde la masturbación es la
entrega más genuina.
Nota.- Texto reescrito sobre
varios comentarios del film “La mano”, dirigido por Wong Kar-wai, China, 2004. Incluido
en el film colectivo “Eros”.
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