Para Rebeca de ese año de Reisefieber.
Fue el año que vivimos el otoño
juntos bajo los nogales, entre el esplendor de los ocres sagrados. La tentación
fue la fugaz imagen de su escote, la sensación de unos abrazos de despedida entre
asustados y viciosos, y ciertos roces corporales en las mañanas de los domingos
aquellos. Eran solo besitos en la mejilla, suaves, tiernuchos, de un tímido
edipiano, un poquito húmedos y apegaditos, por ahí entremedio, respirando ese
perfume y sintiendo la blanda suavidad de esas tibias colinas punzando, dejándome
rodar cuesta abajo y volviendo a subir a las erectas cúspides, y una cosa llevó
a la otra y un día inolvidable una de sus manos fue abriendo más y más ese
escote sin hacer florecer nunca los pechos negados. Esa pérdida, que es algo
que llevo siempre como la maldición de un pecado no cometido, me obligó a
imaginar, a buscar la imagen del único escote que le vi, a buscar en la memoria
ese roce, a recordar sus eróticos volúmenes, a sensualizar en mis lujurias
evanescentes los pezones que alguna vez me describió como chiquitos y no muy
oscuros. A rememorar enviciado por años esa sensación de clandestinidad, de
curiosidad insana, de imaginadas perversiones, esas huinchas que oprimen más y
más porque están que se cortan, esa intensa premonición de que algo distinto
sucederá en algún momento, ese juego erótico de las despedida, que muestran y ocultan
a la vez, ese escote grabado en la piedra dura de la memoria. Fue el año
tormentoso de esos juegos de adultos ansiosos, atrapados en ese túnel de deseos
que sabíamos tenía una sola salida, esa tensión que nos obligaba a apurar
sucesos inevitables.
2003
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