lunes, 24 de noviembre de 2014

LAS COLINAS DE LOS SUEÑOS I


Para Rebeca de ese año de Reisefieber.

Fue el año que vivimos el otoño juntos bajo los nogales, entre el esplendor de los ocres sagrados. La tentación fue la fugaz imagen de su escote, la sensación de unos abrazos de despedida entre asustados y viciosos, y ciertos roces corporales en las mañanas de los domingos aquellos. Eran solo besitos en la mejilla, suaves, tiernuchos, de un tímido edipiano, un poquito húmedos y apegaditos, por ahí entremedio, respirando ese perfume y sintiendo la blanda suavidad de esas tibias colinas punzando, dejándome rodar cuesta abajo y volviendo a subir a las erectas cúspides, y una cosa llevó a la otra y un día inolvidable una de sus manos fue abriendo más y más ese escote sin hacer florecer nunca los pechos negados. Esa pérdida, que es algo que llevo siempre como la maldición de un pecado no cometido, me obligó a imaginar, a buscar la imagen del único escote que le vi, a buscar en la memoria ese roce, a recordar sus eróticos volúmenes, a sensualizar en mis lujurias evanescentes los pezones que alguna vez me describió como chiquitos y no muy oscuros. A rememorar enviciado por años esa sensación de clandestinidad, de curiosidad insana, de imaginadas perversiones, esas huinchas que oprimen más y más porque están que se cortan, esa intensa premonición de que algo distinto sucederá en algún momento, ese juego erótico de las despedida, que muestran y ocultan a la vez, ese escote grabado en la piedra dura de la memoria. Fue el año tormentoso de esos juegos de adultos ansiosos, atrapados en ese túnel de deseos que sabíamos tenía una sola salida, esa tensión que nos obligaba a apurar sucesos inevitables.

2003


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