“La luz que enceguece nuestros ojos es oscuridad para nosotros”.
Walden, o La Vida en los Bosques, Henry David Thoreau.
En el principio era el verbo
rememorando los años cuando él era invisible, y era la luz repitiendo la otra
luz de la soleada mañana. Se sabe deseada pero no lo cree, la desea pero no lo
dice. Las palabras vagan explorando el intersticio por donde atreverse hasta
que encuentra entre bromas y sonrisas una fina grieta en su frágil voluntad, o
quizá ella se la deja ver con su sabiduría de vestal inconclusa, y entran en el
ámbito de sensualidad detenida, latente, que ya vivieron en otros soles
similares. La luz interior se fue a penumbra decretando una intensidad íntima y
voluptuosa y él comienza a masturbarse sentado lejos de ella, que no mira pero
sonríe con la vista fija en otra escena paralela a la realidad cristalizada que
los absorbe en una lánguida ceremonia. Él la va convenciendo a más, se acerca y
la invita a tocarlo, ella accede sin pudor pero sin excitación visible. La mano
de la mujer reinicia en ese miembro que se le ofrece la práctica del goce
egoísta. El hombre siente su tibieza de altiva dama antigua, el tacto casi
impalpable, el roce levísimo en su miembro erecto. Lo masturba muy suave,
delicada, apenas apretando, apenas moviendo, ensimismada en una dulzura
masturbatoria, en un onanismo sin mirar, lento, sutil, casi asexuado, por unos
momentos él está al borde de los deleites pero se contiene respetuoso y vuelve
a su silla, otra vez lejos, aparte, como si estuviera solo, ella lo observa impersonal
y ausente un par de veces, como si no estuviera ahí. Él eyacula susurrando unos
quejidos apagados, como si estuviera solo. Ella, hierática, desde su distancia
sonríe. Hay un viaje, una despedida, y él se retira saciado mascando la
nostalgia que recién comienza a dolerle, ya arrepentido de no haber intentado
una caricia, sintiendo aun en su virilidad el grato y refinado reverbero de la
pálida mano de la hembra extenuada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario