Para Rebeca de ese año de Reisefieber.
Eran besos en las mejillas, como tímidos,
temerosos, contenidos, sin el desparpajo de los amantes o la ternura de los
amigos, contenían las magias de los deseos ocultos, prohibidos, implícitos en
el abrazo apretado que los soportaba, en los roces en las mejillas, en los refregoncitos
sensuales, con manos que recorrían con sutil delicadeza topografías ansiosas,
sin cruzar los límites de una amistad desbordada. Yo me soñaba ahí entremedio,
gratamente sofocado entre esos imponentes pechos, hundido mi rostro en esa
blandura tierna y erótica que me hacía fluir la sangre como un torrente abrumador,
tensar los músculos, acelerar la respiración, crispar las manos, sensibilizar
la piel, latir las aletas de la nariz, y a ella sudar envuelta en tu propio
calor, humedecer sus rincones oscuros y anhelantes, erectar sus pezones hasta
la orilla misma del dolor. Sin decir palabras íbamos imaginando jugueteos,
caricias coquetas, cosquillitas eróticas, excitaciones y autoexcitaciones,
voyerismo y exhibicionismo, unas masturbaciones leves sin final, unos chupeteaditas
varias por diversos lugares, lamidos sensuales, largos, lentos, húmedos. Yo me
dejaba naufragar en esas grandes, globosas, túrgidas, perfumadas, pálidas,
suaves y mórbidas colinas como en un sueño freudiano, un erótico sueño del
niño-hombre, una fantasía vivida una y otra vez en las soledades del adolescente
y también en las del adulto inconcluso, y esos sensibles botones oscuros se
tatuaban en mi pecho sin alcanzar a cicatrizar. A veces solíamos hablar del
tema, pero de lejos, como si no fuéramos nosotros los que habitábamos cada
domingo esas horas de deseos, de intensidad sensual, de vegetal sexualidad.
2003
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