Para Rebeca de ese año de Reisefieber.
Eran cariñitos arrastrados, una
secuencia continua de movimientos durante un largo abrazo. Se iniciaban con
alguna motivación previa al abrazo, como la visión de su escote o unas miradas
que iban más allá de la amistad, luego una vez iniciado el abrazo mismo,
comenzábamos una serie de suaves refregones y leves movimientos ondulatorios,
buscando el acople y roce total de ambos cuerpos, esta fase era muy motivante
ya que podíamos sentir todas la protuberancias corporales del otro, lo que
aumentaba la intensidad del abrazo. En algún momento del final de esta etapa
lográbamos la posición que nos hacía sentir más nítidamente esas elevaciones,
turgencias y concavidades, podíamos reconocer claramente a que parte del cuerpo
correspondían, y acomodábamos sutiles los cuerpos a esa condición de máximo
calce y máxima sensación, entonces entrábamos en la ultima fase, de intensos
pero suaves restregones, de corto desplazamiento, para disfrutar con total
dedicación y plena sensualidad consentida sin palabras el cuerpo apegado en un
desparpajo cómplice. Compartíamos mudos la mutua excitación dejando el tiempo
detenido, enredado entre los arbustos de ligustrinas o cristalizado en el vuelo
de las golondrinas. Todo esto sucedía en un silencio donde solo se escuchaban
las cada vez más aceleradas respiraciones. El término de los cariños, del
abrazo, se producía de mutuo acuerdo pero siempre con una lentitud desesperante
como si estuviéramos fusionados a fuego, empalmados con una dulce procacidad,
adheridos al otro por un denso mucílago que parecía provenir del quieto ámbito
vegetal circundante. Nos separábamos callados, sonrientes, quizá algo
avergonzados de que el otro se diera cuenta que (ambos) deseábamos continuar en
esa ceremonia siempre inconclusa.
2003
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