lunes, 16 de junio de 2014

ALUCINACIONES


A veces la imagino en silencio leyendo recostada desnuda sobre el lecho como una recurrente entelequia que mis deseos construyen en mis mustias horas masturbatorias. Es solo una calenturienta ilusión o pervertido simulacro, la extrema representación erótica de la mujer arquetipo de mi adolescencia, entregada a sus secretos apetitos carnales, liberada de límites, de censuras, de temores y de pudores, lejana de recatos, serena virgen de los viciosos desparpajos. A veces finjo que la observo perfectamente desnuda, recostada sobre el lecho, pero la miro escondido, espiándola por el resquicio de la puerta o, como siempre, desde el espejo empavonado por el vaho del agua caliente que bañó recién sus amplias tetitas deliciosas y sus protuberantes pezones coronándolas, sus muslos y sus glúteos, su vientre y la fina maraña de sus vellos púbicos, su cuerpo pleno exhibido a destajo para mis ojos achinados. En esa clarividencia nítida, mi mano soba, aprieta, masturba, con la lúdica e imposible ficción de su mano en su pubis, su dedo en pequeños círculos moviéndose sobre su clítoris, sus labios entreabiertos, su respiración acesante, y me entrego al delirio de sus quejidos gozosos, de sus arrullos procaces, de sus grititos ahogados en la almohada, de su vulva humedecida estilando los caldos que mi lengua ha bebido sedienta en otras antiguas invenciones. Y se me confunde la visión del sucediendo con la percepción que crean mis anhelos por poseerla, con la sensación de ser en ella penetrado copulando, y en esa oscura intuición enervante me vierto en una eyaculación de enloquecidos desvaríos. A veces me asalta la inspiración de recrearla aquí tan cerca y desnuda que alcanzo a hundir mi nariz entre sus mullidos pechos, y en esa alucinación la veo en su plenitud otoñal de hembra madura, la percibo curiosa mirando por el ventanal de la lluvia, la miro rodeada de objetos desconocidos, un astrolabio, una taza de café, un cenicero y una copa de cristal burilado, un gato de porcelana y una pequeña campana de bronce, la veo vestida con coquetos pantalones grises muy apegados a sus nalgas, con una blusa de arabescos blancos y negros, con un pañuelo de seda al cuello, de tacos negros, la veo desvestida, de soutien que apenas encopa sus amplios senos, y de brevísimas bragas que no cubren en totalidad lo que debieran, todo de un negro exultante, la veo desnudísima bajo la luz de la luna dormida, la veo asiluetada en los últimos carmines del día, la veo azul o verde, de una extraña tonalidad del fucsia o de un tornasolado iridiscente, pero, misteriosamente, nunca la veo en aquel amarillo extraviado.


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