A veces la imagino en silencio leyendo
recostada desnuda sobre el lecho como una recurrente entelequia que mis deseos
construyen en mis mustias horas masturbatorias. Es solo una calenturienta
ilusión o pervertido simulacro, la extrema representación erótica de la mujer
arquetipo de mi adolescencia, entregada a sus secretos apetitos carnales,
liberada de límites, de censuras, de temores y de pudores, lejana de recatos, serena
virgen de los viciosos desparpajos. A veces finjo que la observo perfectamente
desnuda, recostada sobre el lecho, pero la miro escondido, espiándola por el
resquicio de la puerta o, como siempre, desde el espejo empavonado por el vaho
del agua caliente que bañó recién sus amplias tetitas deliciosas y sus
protuberantes pezones coronándolas, sus muslos y sus glúteos, su vientre y la
fina maraña de sus vellos púbicos, su cuerpo pleno exhibido a destajo para mis
ojos achinados. En esa clarividencia nítida, mi mano soba, aprieta, masturba,
con la lúdica e imposible ficción de su mano en su pubis, su dedo en pequeños
círculos moviéndose sobre su clítoris, sus labios entreabiertos, su respiración
acesante, y me entrego al delirio de sus quejidos gozosos, de sus arrullos procaces,
de sus grititos ahogados en la almohada, de su vulva humedecida estilando los
caldos que mi lengua ha bebido sedienta en otras antiguas invenciones. Y se me
confunde la visión del sucediendo con la percepción que crean mis anhelos por
poseerla, con la sensación de ser en ella penetrado copulando, y en esa oscura
intuición enervante me vierto en una eyaculación de enloquecidos desvaríos. A
veces me asalta la inspiración de recrearla aquí tan cerca y desnuda que alcanzo
a hundir mi nariz entre sus mullidos pechos, y en esa alucinación la veo en su
plenitud otoñal de hembra madura, la percibo curiosa mirando por el ventanal de
la lluvia, la miro rodeada de objetos desconocidos, un astrolabio, una taza de
café, un cenicero y una copa de cristal burilado, un gato de porcelana y una
pequeña campana de bronce, la veo vestida con coquetos pantalones grises muy
apegados a sus nalgas, con una blusa de arabescos blancos y negros, con un
pañuelo de seda al cuello, de tacos negros, la veo desvestida, de soutien que apenas encopa sus amplios
senos, y de brevísimas bragas que no cubren en totalidad lo que debieran, todo
de un negro exultante, la veo desnudísima bajo la luz de la luna dormida, la
veo asiluetada en los últimos carmines del día, la veo azul o verde, de una
extraña tonalidad del fucsia o de un tornasolado iridiscente, pero, misteriosamente,
nunca la veo en aquel amarillo extraviado.
lunes, 16 de junio de 2014
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