Me encanta cruzarme contigo, una y otra vez,
donde sea y donde venga, en los callejones somnolientos de las madrugadas,
entre los arbustos florecidos de los parques, detrás de los escaños vacíos de
las plazas, o en las esquinas atestadas de funcionarios impotentes y de
señoronas insatisfechas, asustarlos de puro sexo en descampado, con
desprevenido desparpajo e indolente indecencia. Cruzarnos como bestias lujuriosas
en los caminos polvorientos, en las voces quejidos aullidos, en los voluptuosos
imaginarios que permanecen soterrados en los oscuros túneles del deseo, aparearnos
escondidos en la trama de las palabras que no dicen lo que significan, que se
leen invertidas o traspuestas, sin traducción posible sino para los que hablan
el mismo idioma de subterráneos significados, ocultos en los códigos de un lenguaje
de metáforas secretas donde entrar es salir, penetrar es someter, abrir es
ofrecer, donde lo libidinoso se entrecruza con la urgida saciedad y lo seminal
es un rito que se ha repetido por generaciones en los bosques, los desiertos, los
medanos congelados y las junglas hirvientes. Ir oliendo tu celo entre tus
muslos humedecidos, lamer tus íntimos derrames sobre tu misma piel, hurgar con
mi nariz tu pubis hirsuto, lengüetear yo tu vulva mojada estilando y tú mi
verga erguida latiendo para revolcarnos acoplados en los desbordamientos de la
imaginación y del delirio, desvergonzados y compenetrados en la envergadura
envúlvada de un apareamiento extasiante. Montarte ahí entre los pliegues de una
realidad aparente, ilusoria, sin solución de continuidad, jadeantes,
transpirados, jinetearte hasta quedar abotonados en una cópula interminable y procaz
en una promiscuidad de ángeles marchitos y vírgenes mustias.
viernes, 11 de julio de 2014
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