Dejar mi mano en tu muslo como una paloma
dormida instaurando en tu piel su tibieza persistente, dejarla que anide o
enraíce como una hiedra en el muro de tu inexpugnable castillo, asumir la suave
tersura de tu tacto en los intramuros de tu falda. La mano revoloteando por la tersa
curvatura del muslo, absorbiendo su calor impaciente, la inmanencia de tu
sensualidad extraviada por los años de sequía o imperdonable celibato
voluntario. Acariciarte el muslo, darle toquecitos ligeros para no abrumarte
con la intensidad de mis deseos, como de pasadita, sin rumbo definido, limitado
a las voluptuosas sensaciones, sin ir más allá, ni más arriba, ni más abajo, contenido.
Sobar, no manosear, masajear declinando el imperativo de los instintos y del
goce momentáneo, abarcar a mano plena y cruzada, perpendicular, la curva
perfecta del muslo, el pulgar indicando hacia el icono circular de la rodilla. Subir
sigiloso, lento, como no subiendo, acercar la mano tarda, pausada, lánguida a
la flor inquieta, como para tocar una mariposa detenida en un vértice esencial
sin que emprenda el vuelo asustada, y sorprenderla en su tentadora somnolencia,
expectante. Ascender hasta alcanzar cauto y furtivo la breve y blanda convexidad
del cuenco invertido de tu sexo con el borde exterior del meñique, sentir el
roce turgente, esa cálida humedad que traspasa la delgada y tenue tela de tus
bragas, intuir los latidos de tu vulva destilando la secreta poción de su
hechizo animal. Dejar mi mano ahí, quieta, mimetizada en la tibieza, impregnándose
de tu sexual mojadura con las subterráneas raíces de mi solapada lujuria.
miércoles, 16 de julio de 2014
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