“Cuando queremos
ver nuestra propia sombra nos damos cuenta (muchas veces con vergüenza) de
cualidades e impulsos que negamos en nosotros mismos, pero que podemos ver
claramente en otras personas”. Carl Gustav Jung.
La noche humedece su sexo
palpitante mientras se escurre su imaginación hacia placeres escondidos, a
antiguos goces carnales, a reminiscencias que su piel memorizó en lechos y en
oscuros rincones. Los hombres que la poseyeron son fantasmas, son vergas sin
rostro, falos anónimos, manos sin nombre que la saciaban en caricias, labios y
lenguas que hurgaron y penetraron su veleidosa intimidad. La noche se afiebra
de imágenes y deseos no saciados, el tórrido dormitorio huele a sus jugos en
lentos derrames, a su perfume de hembra ardiendo en la egolatría del ceremonial
masturbatorio. La sensual nocturnidad le arde en su vulva que se va abriendo
como una flor ansiosa de ser polinizada. El roce sobre el lecho le quema la
espalda, los glúteos, los muslos las pantorrillas los talones, entre las
sabanas su desnudez es una urgente tentación al pecado. Y su mano baja y se enreda
entre sus vellos por donde su dedo busca su caliente humedad vertical y toca el
pequeño capullo de mórbida carne sensible y despierta los primitivos instintos
del deleite sexual. La noche esta llenándose de sus quejidos y sus grititos de
placer solitario, todo arde en ella a través de su mano, es hembra toda de su
dedo macho que rebusca el orgasmo en su botón sensible, y en la noche calurosa sus
sudores refulgen en su carne palpitante, llega el gozo en estremecimientos y
latidos íntimos. Grita mordiéndose los labios. La noche esta serena y calma, una
suave brisa que solo ella percibe la envuelve, respira cansada pero colmada de
ese placer solitario, consumado bajo la comprensiva mirada voyerista del
omnipresente Onán.
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