Estábamos prohibidos el uno para el otro. La
lucha entre lo que se debe y lo que se desea. Todo eran insinuaciones. Muy
sutiles. Entonces le propuse vivir una noche secreta, llevar a la realidad las
fantasías que yo y ella compartíamos. Sería nuestro secreto. Se río y dijo que
le parecía una propuesta interesante. Nos besamos. Fue mágico, confieso que por
momentos estaba temblando. La forma en que me miraba me despertaba un deseo
imposible de describir. Fuimos a un hotel y entramos entre risas a la
habitación, como dos niños en plena travesura. Volvimos a besarnos, nos
abrazamos con desesperación, mis manos acariciaban su espalda, sus glúteos, su
entrepierna. No había palabras, solo suspiros y ligeras exclamaciones. Nos
fuimos sacando la ropa en forma torpe y apresurada. Entre besos, entre lenguas
que se anudaban, entre labios que se buscaban con hambre. Ella quedó solo con
unas breves bragas negras. Se arrodillo ante mí, yo me bajé el slip y
suavemente le puse la verga en la boca. Ella comenzó a chuparla con movimientos
lentos, tomándola apenas con la mano izquierda. Silenciosamente la introducía toda
en su boca y la volvía a sacar, casi por completo, para luego volverla a
introducir. Su lengua la acariciaba en el recorrido. Miré hacia un espejo que
había a nuestra izquierda y no pude creer la imagen que devolvía: Ella
chupándomela, ella y yo desnudos, ella y yo calientes. Cuántas veces lo había
imaginado. La tomé de la parte posterior de la cabeza y se la hacía tragar
hasta la garganta provocándole una breve arcada. El pelo lacio y oscuro sobre
sus hombros, sus mullidas tetas en la luz tenue del cuarto, sus ojos cerrados y
sus labios alrededor de mi pene desesperadamente erecto. La llevé a la cama,
para besarla, para acariciarnos, para explorar nuestras intimidades, que en
nuestra noche secreta habían dejado de estar prohibidas. Besé sus tetas, las chupé,
las lamí. Besé su abdomen, sus muslos. Ella abrió las piernas con un suspiro y
mi boca se encontró con sus labios más íntimos. Besé su vulva, lamí sus jugos,
chupé su clítoris. Hice una pausa para mirarla. Ahora la que observaba el
espejo era ella. Me incorporé, la besé una vez más, ella me acariciaba el pene.
No esperé más y la penetré mirándola a los ojos. Ella me recibió con un gesto
de placer y de súplica a la vez. Comencé a moverse rítmicamente sintiendo un
placer supremo a medida que el glande iba y venía por su interior. Nos
abrazamos y fuimos manos, piel, muslos, pies, bocas, sudor, brazos, miradas y
jadeos en un juego que nos elevaba en un placer creciente. Sus gemidos eran
animales, los míos también. Me movía con furia, clavando una y otra vez mi pichula
en su concha. Ella pedía más, yo le daba más, sus uñas en mi espalda, mi boca
en sus pezones, su lengua en mi boca, mi pene rígido y ardiente penetrado en su
cuerpo. Acabamos juntos, gritamos juntos, abrazados, los músculos tensos, el
semen brotando de mí en un pulso de estallidos, ella en un grito con los ojos
cerrados y el cabello sobre la cara. La prohibición había sido transgredida en
esa la que sería nuestra única noche secreta.
Nota.- A partir de “Noche secreta”, de Renzo.
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