En la tarde soleada estaba la risa espontánea,
la soledad voluntaria en los ojos de obsidianas venidas de ese sur lejano de
lluvias y agreste, la polera negra de escote en U y ahí acechando estaba el canalillo
entre sus grandes pechos morenos comprimidos apretados alzados y soberbios, con
aquel plateado colgante inserto que me iba sumiendo en un sueño voraz adivinando
esa tibieza traspasada al metal envidiado, tan cerca que podía sentir el calor
de esa piel turgente, devorar imaginando esa tetamenta majestuosa, sumergirme
en su amplia consistencia mórbida, desaparecer de ese aquí y de ese ahora
arrebatado por un éxtasis señaladamente obsceno. Mis manos hambrientas bajo los
estragos del delirio de acariciar encopar tocar apretar rozar por último con la
yema del dedo esa tersura mullida, esa blandura incestuosa, esos frutos maduros
y prominentes, sureños y nativos, hechos de fecundas harinas ancestrales. La
tersa hendedura de su busto encendiendo el desvarío estremecido del macho niño
tentado por la sublime incitación de sus tetas imponentes. Y los ojos clavados encandilados
en el contraste de la pálida piel morena desnuda y el hondo negro opaco de la
tela como una noche sin luna, en el surco tierno entre los abultados senos
matriarcales, me iba embriagando de la necesidad perentoria de hundir ahí mi
nariz mi boca mis labios, oler el aroma de hembra pura y rebelde, gozar el vértigo
del abismo de la libidinosa perdición en las delicias inalcanzables de un
paraíso imposible. La soleada tarde no sucedía empantanada en ese ámbito de su
tenue sensualidad indiferente, en místicas divagaciones por la espesura de los instintos,
en la naturaleza esencial de su sexualidad surgente, provocativa, salvaje, y a
la vez inocente o quizá ingenua.
sábado, 19 de julio de 2014
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