Entró al baño y vio el canasto de la ropa sucia,
no pudo evitar la tentación de curiosear en su contenido. Vio entre las prendas
una diminuta tanga, color negro, de encaje, formada por dos mínimos triángulos
sujetos por un lazo que la aferraba seguramente a las caderas. Verla y sufrir
una erección instantánea fue un sólo acto. No cabía en sí de la calentura que le
provocó la visión, pero la calentura se acrecentó cuando acercó la minúscula
prenda a su nariz y olió el exquisito perfume a hembra que emanaba de ella. No
me pudo resistir y luego de impregnar sus fosas nasales de ese aroma penetrante,
pasó la lengua por la tanga, por donde se apoyaba la vulva de su usuaria y,
también, por donde apoyaba el exuberante culo que lucía su portadora. El glande
se le había puesto henchido, colorado, caliente y absolutamente lubricado. Los
huevos se le agarrotaron y la necesidad de eyacular, de expulsar todo el semen
que había acumulado se hizo imperiosa. Sin sopesar los riesgos que ello
implicaba, se envolvió la verga erecta con la tanga y se la masajeó
vigorosamente, una dos, tres, diez veces, hasta que sintió, desde la espina
dorsal, que era inminente la eyaculación de todo el semen que saltó en varios
chijetes que hubiere querido echar en la boca de la dueña de esa minúscula
prenda, explotando y derramándome sobre la pequeña tanga, justo ahí, en el
triángulo delantero. Luego de acabar, dudo entre enjuagar la mínima braga o
dejar los vestigios de su calentura embebidos en la misma, optó,
estremeciéndose voluptuosamente, por esto último.
viernes, 11 de julio de 2014
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