El su tenue rosado pálido casi invisible la
última rosa del otoño con sus pétalos a punto de caer derrotados por el
invierno observa inquieta la ceremonia nupcial que abarca el entero día en
horario de oficina. La medias oscuras, los tacos no muy altos, negros
lustrosos, fetiches, objetos de culto de una sexualidad latente, las pierna
envueltas en sedoso humo, cruzadas, juntas, desde atrás inclinada, negra falda
corta en su fúnebre erotismo, en su implícita tentación, en su salvaje
incitación, y yo casto imperturbable sometido a su exhibicionismo, mártir y ángel
impuro, la blusa de seda gris perla, abotonada, los pechos grandes
sobresalientes como las mullidas cornisas de un abismo que cae a las
profundidades de un dulce infierno. Miro sin mirar, observo escondido,
sigiloso, como avergonzado de estar ahí mirando, espiando, imaginando. Solo
quisiera poner mi mano en una de sus rodillas sobre el delicado nylon gris
humo, y sentir ese calor ajeno, esa tibieza sensual, y subir mi mano con
lentitud de caracol ebrio de intensas sensaciones por el interior de su muslo,
lento muy lento para que el tiempo no acabe nunca, para que el placer de sentir
se convierta en un goce sexual pervertido, fetichista, inacabable, infinito,
nada más nada menos. La visión es persistente, reiterativa, en intervalos al
azar de su misterioso coqueteo, a veces instantánea, otras cruelmente demorada,
siempre al borde de la negra falda negra a medio muslo, y yo atrapado en la red
de su excitante juego de no ver lo visto, de olvidar de inmediato la sensual
revelación cegado por el destello lujurioso, por el debido recato o por el obligado
respeto, acaricio esas piernas enfundadas en el nylon tejido por los demonios,
las acaricio de mentira, desde lejos, siempre al alcance de mis manos pero
lejos de mis obscenos deseos.
jueves, 3 de julio de 2014
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