“No es tu sexo lo
que en tu sexo busco
sino ensuciar tu
alma:
desflorar
con todo el barro
de la vida
lo que aún no ha
vivido.”
Diario de un seductor.
Leopoldo Maria Panero
La mano sobre la mano en un contacto cariñoso,
en una búsqueda de cercanía, en un trasvasije de ternuras subterráneas, en un
tierno bosque de dedos entrelazados trasmitiendo su tibieza digital, enhebrando
los pequeños deseos iniciales. La mano guía, conduce, arrastra en su flujo
sensual por las candentes sinuosidades del cuerpo ansioso la otra mano, por las
dunas, por los valles, por los territorios de latidos sumergidos, de anhelantes
instintos encendidos. La libera, la deja libre por la dulce convexidad del
vientre deseoso, expectante, la suelta libre a su oleaje, a la exploración
dulcemente pervertida, la insta a derramar su calor macho sobre la impúdica
piel hembra. Allí anida, por donde bulle bajo la suavidad carnal la sexualidad
incitante, se detiene, se establece urgente en tacto o caricia, el meñique ya
enredado en los sedosos vellos púbicos y el anular cruzado sobre la vulva
humedecida. Ella entra en el túnel del goce, se retuerce sobre el lecho
excitada, sus dedos invadiendo su boca entreabierta, su mano inserta en la
voluptuosidad de su pelo desordenado, sus ojos cerrados para percibir la
totalidad lúbrica de esa mano atrapada en su sexo. Esa mano, del otro, que
abarca su vulva, la ataca, la invade, le inserta en una deliciosa violación
consentida el dedo del corazón en la mojada y caliente vagina como un falo
premonitorio del que ya acecha erecto en el macho invasivo. Y estalla desde ese
dedo introducido el orgasmo como un torrente denso y viscoso que la inunda, la
estremece, la socava hasta sus más profundas raíces, la desata, la induce al
quejido, al grito, a la pérdida de la realidad atrapada en la egoísta
intensidad de la exultante masturbación.
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